domingo, 11 de julio de 2010

lunes, 5 de julio de 2010

Una leyenda de pescadores

Se sabe que en Pelluhue (lugar de choros, almejas) vivía Curi-Caven ("Espino negro" significa este nombre en mapudungun), un indio pescador, casado con una india que era muy linda y hacendosa. Cierta vez, le nació una hija, a la que llamaron Rayen-Caven ("Flor de Espino"); pero al poco tiempo, la india madre enfermó y murió. El infeliz Curi-Caven casi perdió la razón ante tamaña desventura. Aparte de que idolatraba a su esposa, la pequeñuela quedaba huérfana y desamparada, pues él tenía que salir, noche a noche, a pescar, para procurarse el sustento. Estaba a punto de desesperarse, cuando se le apareció Lafquen-Ghulmen ("Jefe del Mar"), especie de genio marino, quien le prometió cuidar de la criatura hasta que cumpliera los veinte años. "Tú anda a pescar tranquilo. A tu hija no le sucederá nada. Veinte años te la cuidaré. Y, apenas cumpla esa edad, vendré a pedírtela en matrimonio". Por zafarse del atolladero, Curi-Caven aceptó la proposición del genio y la indiecita comenzó a criarse sin ningún inconveniente y el indio a progresar en las faenas de la pesca.

Como no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, la indiecita creció esplendorosa como su madre y un indio joven y corpulento, Necul-Ñarqui ("Gato Veloz"), se prendó de ella y quiso casarse. Pero el pescador le negó rotundamente el consentimiento, sin revelarles el grave compromiso que contrajera con Lafquen-Ghulmen; en el fondo de su alma, ansiaba que aquél hubiera olvidado el pacto y que, de este modo, después de cumplir los veinte años, Rayen-Caven tomara por marido al mancebo que pretendía desposarla.

Sin embargo, una semana antes de expirar el plazo, reapareció Lafquen-Ghulmen. "Vengo a recordarte que dentro de seis días tu hija cumplirá veinte años y que me la llevaré para que se case conmigo"; le dijo a Curi-Caven. El pobre pescador creyó morir de pena; llamó a la indiecita y a su novio y les explicó las causas que había tenido para negarles el consentimiento. "He empeñado mi palabra y deberé ser fiel al trato hecho", terminó, derramando copiosas lágrimas. Necul-Ñarqui juró que defendería a su novia hasta el fin, aun a costa de su propia vida.

Al sexto día, el indio salió a pescar y Rayen-Caven y el novio permanecieron encerrados en la choza, esperando la aparición de Lafquen-Ghulmen. Entonces, principió a desencadenarse un ventarrón tremendo y una sábana de arena a cubrir la aldea. Arreciaba el vendaval y la arena seguía arremolinándose encima de las enclenques chozas. Por espacio de interminables horas, rugió la violencia de la borrasca y, en cuanto el indio se vio libre de las olas furibundas y pudo recalar en la playa, se apresuró a dirigirse a la vivienda de la madre de Necul-Ñarqui, la única que escapó de ser sepultada por el alud, debido a que estaba construida en un montículo. Desde allí, sus ojos contemplaron horrorizados el manto de arena que servía de sudario a la que fuera aldea de Pelluhue y de sepulcro a Raven-Caven y a Necul-Ñarqui, la pareja de enamorados víctimas de la ira del "Jefe del Mar", el soberbio Lafquen-Ghulmen.

Así desapareció el anterior Pelluhue y con éstos las últimas familias aborígenes que quedaban en aquellos contornos.


(Versión de Oreste Plath)

* Notas Complementarias

La versión que se presenta fue entregada por el autor de esta obra al escritor Jacobo Danke, el que la colocó en su obra "Hatusimé" novela para los adolescentes a base de materiales autóctonos.

El padre Honorio Aguilera Ch. publicó una crónica de viaje, titulada: "La Historia de Lafquen-Ghulmen" (Jefe o Dios del Mar), que pidió a un indio la mano de su hija, y ante la imposibilidad de obtener lo deseado, desencadenó, hace años, una tormenta de arena sobre el pueblo de Pelluhue y arrasó con sus casas y habitantes.

La incomprensible belleza de la tragedia

La ruina simboliza en la historia del arte, de la filosofía o de la literatura, es decir, en la historia cultural del ser humano, aspectos nobles, de transformación, de mejora, de memoria, de renovación. Se hace ver, desde el Renacimiento hasta nuestros días, que la ruina no sólo tiene una belleza intrínseca, sino que se convierte en un referente romántico, en una representación del desarrollo, en conceptos diferentes siempre positivos a lo largo del tiempo.

Pero hoy en día todavía seguimos admirándonos de que las consecuencias del paso del tiempo, de la destrucción del hombre, de los restos de los desastres naturales puedan ser remarcables por su belleza, por su intensidad estética, por su aspecto regenerador. Olvidando casi siempre, tal vez por su excesiva presencia, la tragedia que la provocó. En un proceso publicitario imposible, los medios de comunicación intentan que, en una sociedad en la que la juventud, lo nuevo, la belleza, y últimamente la salud, son los valores centrales, la “arruga sea bella”, la decadencia atractiva, lo antiguo coleccionable y la muerte sea vista como algo que al parecer les pasa a los demás, generalmente lejos.

Sin embargo, nunca anteriormente, la destrucción, la tragedia, y por lo tanto la ruina contemporánea, ha estado más visible, ha sido más cotidiana, más inevitable y ha estado más presente en nuestra memoria visual que en el momento actual. No estoy hablando de la ruina clásica que pintaba Claudio de Lorena situando un resto arquitectónico de algún palacio o templo entre frondosas arboledas abandonadas, cerca de un lago o un río. No hablo de una construcción simbólica, intelectual, ya sea esta a través de la pintura o de la literatura. Hablo de lo que vemos cada día en la prensa y en la televisión. Hablo de la ruina real que vemos después de un bombardeo o en un país en guerra, de los montones de madera y basura que antes fueron casas, barrios enteros, antes del paso de algún huracán, de alguna inundación… no hablo de la reconstrucción –suponemos que rápida en algunos casos, inevitable en otros– ni tampoco hablo en esas ciudades o zonas de ciudades que por la especulación o por los cambios económicos, políticos o sociales se han convertido en ruinas, la mayor parte de las